[...]. La guerra fría entre los dos bandos de los Estados Unidos y la URSS, con sus respectivos aliados, que dominó por completo el escenario internacional de la segunda mitad del siglo XX, fue sin lugar a dudas, un lapso de tiempo así. Generaciones enteras crecieron bajo la amenaza de un conflicto nuclear global que, tal como creían muchos, podía estallar en cualquier momento y arrasar a la humanidad. En realidad, aun a los que no creían que cualquiera de los dos bandos tuviera intención de atacar al otro les resultaba difícil no caer en el pesimismo, ya que la ley de Murphy es una de las generalizaciones que mejor cuadran al ser humano (“Si algo puede ir mal, irá mal”). Con el correr del tiempo, cada vez había más cosas que podían ir mal, tanto política como tecnológicamente, en un enfrentamiento nuclear permanente basado en la premisa de que sólo el miedo a la “destrucción mutua asegurada” (acertadamente resumida en inglés con el acrónimo MAD, “loco”) impediría a cualquiera de los dos bandos dar la señal, siempre a punto, de la destrucción planificada de la civilización. No llegó a suceder, pero durante cuarenta años fue una posibilidad cotidiana.
La singularidad de la guerra fría estribaba en que, objetivamente hablando, no había ningún peligro inminente de guerra mundial. Más aún: pese a la retórica apocalíptica de ambos bandos, sobre todo del lado norteamericano, los gobiernos de ambas superpotencias [los Estados Unidos y la URSS] aceptaron el reparto global de fuerzas establecido al final de la segunda guerra mundial, lo que suponía un equilibrio de poderes muy desigual pero indiscutido.
Hobsbawm, E. “La Guerra Fría”, en Historia del Siglo XX,
Crítica, Barcelona, 1995, pág. 230.